Parte I

Una fría mañana de un sábado cualquiera.
Despacho del President de la Gene.

<<Toc, toc…>>, se oye el ligero golpear de unos nudillos en el marco de la puerta, abierta de par en par: 
 ¿Se puede? —pregunta el hombre adulto, más por educación que por otra cosa, pues dentro del despacho no se ve a nadie.
—¡Y tanto! ¡Pase, pase…! —responde el mayor de las dos personas que emergen repentinamente del otro lado de la mesa principal de la sala, provocando un tremendo susto al hombre que permanece a la espera de la puerta.
           —¡Pero por lo que más quieran!, ¿qué hacen ahí escondidos?
—Diculpe, señor President. Nosotros…
—No, no… —le interrumpe el asustado, al tiempo que trata de recobrar la compostura—. Perdonen, creo que me confunden. Ya sabía yo que iba a haber cachondeo con esto. No es la primera vez que me pasa, ¿saben? Sí, ya sé que tengo un parecido más que razonable, y tal —se justifica, ante la evidencia—, pero, de verdad, no se confundan, yo sólo soy el del teléfono.
Los otros dos no acaban de verlo claro, para ellos no cabe duda de que aquel señor es el President, aunque hay que reconocer que el mono de trabajo, azul y verde pistacho, que lleva puesto, está muy logrado y es igualito al que visten los trabajadores de cierta compañía.
            —Buen intento, señor President. Pero no cuela —se atreve a intervenir por primera vez el más joven de los dos, en edad poco más que adolescente.
—Sí –interviene de nuevo el capataz–. Ja, ja, ja… Ya nos habían advertido de su peculiar sentido del humor, y de las bromas que suele gastar a sus consejeros. Como aquella vez que obligó a su portavoz a decir ante los medios que eso de que tenía cuentas en paraísos fiscales era un ataque contra Nextstatelunya. Ja, ja, ja… ¡aquello sí que fue bueno! La gente estuvo muchísimos meses riéndose.
—¡Pero que les estoy diciendo que yo no soy el President! —se sulfura el técnico del teléfono—. ¡Miren, miren si no me creen! —se acerca a ellos, y les muestra el carnet de identidad que acaba de extraer de su cartera.
El más joven es quien lo coge.
—Pepe Franco España —lee en voz alta, tras echarle un vistazo.
Su jefe se descojona.
—Pues va a ser verdad eso de que el President es un cachondo… ¡Perdón! —rectifica de inmediato—, quería decir que va a ser verdad eso de que el Molt Honorable es un cachondo.
—¡Pero qué cachondo, ni qué cachondo! —protesta Pepe Franco, a quien aquella situación empieza a sacarle de quicio. Y es que aunque otras veces hubiera sufrido malentendidos similares, lo de aquel par de cazurros ya era demasiado—. ¡Yo no soy el President, y si estoy aquí es única y exclusivamente para intentar reparar el teléfono! ¿Queda claro?
Con aquel enojo en el semblante, Pepe Franco se dirige al teléfono presidencial y lo descuelga, confirmando que efectivamente no da línea.
—Y a todo esto, ¿quiénes son ustedes? —aprovecha para preguntar a los otros dos, que van vestidos totalmente de blanco.
            —Nosotros somos los del parqué —le responde el operario que ha estado hablando casi todo el rato, el de más edad, de pelo cano en su mayor parte—. A nosotros también nos han llamado de urgencia para que vengamos a arreglar esa madera del suelo que parece un poco suelta, como bien sabrá usted, señor President.
—¿Pero quiere hacer el favor de no llamarme así? —vuelve a pedirle el del teléfono—. En serio, pero si yo ni siquiera soy el presidente de mi escalera.
            Mientras explica esto a Juan, que así es como se llama el operario mayor, el otro, el joven, al que todos en la empresa apodan ‘el niño’, que lleva el pelo largo y negro recogido en una coleta en el cogote, y una especie de perilla de chulito de Miami con la que apenas si consigue disimular la palidez juerguista de su rostro, empieza a escrutar a Pepe Franco.
–¿Se puede saber qué estás haciendo? –le pide éste.
–¿Dónde lleva la cámara oculta, señor President? No se nota nada –le pregunta ‘el niño’, sin dejar de observando tan de cerca que parece como si le estuviera olisqueando el mono de trabajo–. El otro día vi un programa en el que un multimillonario se hacía pasar por un trabajador de los menos cualificados de la empresa, y…
           —¡Ya me tenéis harto con el temita! —se cabrea de verdad el del teléfono—. Os estoy diciendo que no soy el President, ¿entendido? Sé que tengo un cierto parecido, y no es la primera vez que me pasa algo por el estilo, pero repito, ¡yo no soy el President! —remarca por enésima vez—. Así que tengamos la fiesta en paz, y vamos al trabajo. No sé ustedes, pero a mi no me apetece pasar todo el sábado aquí. Tengo familia, ¿saben?
—Claro que lo sabemos, señor President —confirma Juan—. La primera dama y sus hijos, que estudian en el colegio alemán trilingüe, aparecen muy a menudo en las revistas.
—¡Y dale! —clama al cielo el bueno de Pepe—. ¿Pero hay alguna bendita cosa que pueda hacer para convenceros de que no soy el President?
–Pues la cosa está complicada –continúa Juan–, porque tal vez usted no sea usted, pero la verdad es que es usted clavadito a usted… bueno, ya me entiende.
–No, no le entiendo. ¡Y no creo que haya ser humano, en su sano juicio, capaz de hacerlo! –Pepe Franco se aparta el mono de trabajo para mostrar el lunar que tiene en el cuello–. ¿Ve este lunar? ¿Lo ve? ¡Pues el President no lo tiene! Y no sólo eso –prosigue–, yo soy un poquito más gordo y un poquito más bajo, y si se me permite la licencia diría que incluso un poquito más guapo.
–La verdad es usted más guapo al natural que en la tele.
–Escuche –les interrumpe el aprendiz, impertinente como casi siempre–. Yo creo que usted es el President y que nos está gastando una broma de muy mal gusto. ¡Díganos de una vez dónde lleva la cámara oculta!
–¿Pero de qué hablas?
–Venga, va… –le recrimina ‘el coletas’–. Póngase en nuestro lugar. Luego seguro que quedamos como unos tontos en algún programa de TeVen3, mientras usted queda como el President cachondo y simpatiquísimo, ¿verdad? Y entonces qué, ¿eh? Entonces todo el mundo se burlara de nosotros, que si los tontitos a los que el President gastó la broma más graciosa del año, que si los frikis, y cosas por el estilo…
            Pepe Franco bufa desesperado.
–Por última vez, ¿hay alguna bendita forma de demostrar que yo no soy el President, y zanjamos el tema de una vez?
–Pues va a ser que sí –le suelta el coletillas–, se me ha ocurrido algo.
Pepe Franco no cabe en su asombro. A ver ahora con qué le salía.
–Lo primero que tiene que hacer es desnudarse –continúa el joven–, no sea que tenga una cámara, o un micro de esos, enganchado en el cuerpo.
–¿Y qué más? –responde negativamente el del teléfono.
–Ah, ¿ves, ves? –El aprendiz da un nuevo codazo a su compañero para llamar su atención–. ¿Qué te había dicho? Lleva una cámara.
–Está bien –Pepe quiere acabar con aquella absurda situación de raíz, y se baja la cremallera del mono de trabajo.
–Del todo –le inquiere el joven.
Pepe intenta fulminarlo con la mirada, pero, ya que está puesto, se baja el mono hasta los tobillos y luego alza las manos demostrando que no tiene nada que esconder.
Mientras, el aprendiz se le acerca y empieza a escrutarlo de arriba abajo; por delante, por detrás, bajo el sobaco, y hasta echa un vistazo por si esconde algo entre los calzoncillos.
–¿Sabe que usamos la misma marca? Ve, hoy ya se ha ganado un nuevo votante.
–Pues que bien –se resigna Pepe–, yo ni siquiera le voto a él…
Pepe hace el ademán de subirse el mono, cuando el joven vuelve a interrumpirle:
–No, aún hay otra cosa.
–¡De verdad hijo qué lo tuyo es de psiquiátrico! –alza la voz Pepe, completamente desquiciado.
–No, no, no… ahora no me venga con el recurso fácil de mi salud mental –le replica ‘el coletas’–. Con esto sólo ha quedado demostrado que no lleva ninguna cámara encima, ¿pero y si las tiene escondidas entre esos libros tan gordos de ahí –los señala–, o tras esos cuadros, o dentro de las luces o donde sea?
–¿Pero qué disparate es éste? —protesta Pepe Franco, que se detiene a tomar aire para no estallar en improperios–. ¿Qué quieres ahora?
–Que salga al balcón, y diga algo.
—¡Eso ni de coña, hombre!
—¿Ves? —vuelve a decirle el coletillas a su capataz—, seguro que la cámara oculta por aquí en algún sitio. Él sabe que la imágenes de aquí dentro se las pueden cortar luego en el estudio, por eso no ha tenido reparos en hacer lo que le he dicho —reflexiona—. Pero lo de salir al balcón ya es otro tema, ¿verdad? Podrían verlo muchos ciudadanos.
—¡Hágalo, hombre! No sabe usted lo pesado que se puede llegar a poner —trata de animar el capataz a Pepe Franco—. Tampoco es para tanto, sale un momento, dice algo, y vuelve a entrar. Punto.
—¡Está bien! —–accede Pepe Franco, dispuesto ya a cualquier cosa con tal de zanjar la cuestión—. ¡Saldré al balcón de las narices, pero luego no quiero volver a oír ni un solo comentario más acerca del President! ¿Entendido?
El capataz y ‘el coletas’ están totalmente de acuerdo, así que Pepe Franco se dirige caminando al balcón como un pingüino porque lleva el mono hecho un bulto alrededor de los tobillos, abre la puerta del balcón, y sale afuera.
El aire, bastante frío a esas horas, le golpea repentinamente en todo el cuerpo, pero aún así sigue adelante erguido como un pavo real.
—¿Qué, satisfechos ya?
—¡Pero diga algo! —se queja el joven.
—Me cago en tu puta madre es lo único que se me ocurre.
—¡Oiga, sin faltar!
Pepe Franco se contonea contrariado, pero, en fin, ya que ha llegado hasta ahí más vale decir algo y acabar de una vez.
            —Está bien —se resigna, alargando la frase como si fuera un niño pequeño que al final accede a recoger sus juguetes ante la insistencia de los padres—. Yo…
—¡Más alto, coño! —le interrumpe de nuevo el coletillas—. ¡Qué no se oye!
—Ciudadanos de Nextstatelunya… —vuelve de nuevo a la carga, esta vez a un volumen considerable—. Yo, el  President de la Generalitat, declaro, aquí y ahora, por la gloria de mi padre, la oinkdependènsia de Nextstatelunya.
            ‘El coletillas’ se asoma de inmediato al balcón para echar un vistazo y comprobar la reacción de la gente en la plaza, pero lo cierto es que no hay casi nadie, y los pocos que hay no han prestado ni la más mínima atención al supuesto President.
–Ostras, esto de ser President ya no es lo que era… –le comenta ‘el coletillas’, que se retira hacia el interior–. Anda, vamos a terminar el parqué –le dice a su compañero, con el mismo aire afligido.
–Yo ya lo había advertido –recalca el del teléfono, mientras acaba de colocarse el mono de trabajo.
Pero los otros dos ya no le prestan atención, mientras se dedican a arrancar la tira defectuosa del centenario parqué. Un trabajo duro, tendrán que encolar la nueva con aquel apestoso producto industrial para volverla a colocar correctamente en su lugar. Si no basta con eso, tendrán que utilizar la máquina de clavos.
Pepe Franco, por su parte, se pone a comprobar los cables de la línea telefónica, la clavija, el auricular, y todo lo demás, pensando que si se da prisa, tal vez, aún pueda pasar a recoger a su hijo cuando termine el partido que está jugando con el equipo del colegio.

Los tres ignoran lo fundamental: En la plaza, un equipo de una televisión nacional, compuesto por una atractiva entrevistadora rubia y un cámara, se encontraba en ese momento grabando una serie de entrevistas a los viandantes para la producción de un programa sobre turismo que se tenía planeado emitir en breve. Y quiso la casualidad que, justo cuando estaban hablando con unos peculiares japoneses, ataviados ellos con vistosos sombreros mexicanos, el cámara se percatara de la inusual presencia del President en el balcón del Palacio de la Gene, por lo que hábilmente dirigió el objetivo hacia allí para desconcierto de la entrevistadora, que con cierta dignidad intentó seguir aguantando el tipo frente a todos aquellos asiáticos que hablaban a la vez y repetían muchas veces la palabra “paella”.
—¿Se puede saber qué has estado grabando? —le reprocha la guapa reportera, cuando los japoneses han escampado.
—¿No lo has visto, entonces? —se sorprende su compañerp—. Te acabas de perder la noticia del año, ¡quién sabe si del siglo! ¡El President acaba de declarar la oinkdependènsia unilateral de Nextstatelunya!
—¿Pero te has vuelto loco? —la chica se lleva el dedo a la sien, haciendo el conocido gesto—. ¡Pero si este fin de semana el President está en Nuria con su esposa! Es una cosa qué sabe todo el mundo, incluso el portavoz del Govern.
El chico deja en el suelo la cámara que ha llevado apoyada sobre el hombro.
–De eso nada –insiste a la incrédula rubia–. Debe formar parte de algún tipo de estrategia o maniobra de distracción. ¿Si no, esto qué es?
            El cámara pone la grabación en la que se ve claramente como el President, medio en bolas, sale al balcón, medio en bolas, se da un par de paseos arriba y abajo, y pronuncia la frase:
<<Ciudadanos de Nexstatelunya. Yo, el President de la Generalitat, declaro, aquí y ahora, por la gloria de mi padre, la oinkdependènsia unilateral de Nextstatelunya.>>
La reportera, alucina:
            —¡Por una vez tienes razón! —grita eufórica—. ¡Nos vamos a hacer de oro con esto! ¡Envíalo rápido a la redacción, no sea que alguien más lo haya grabado!
Desconfiados, miran a un lado y a otro, pero no perciben la presencia de más cámaras. Lo que sí hay son varios turistas que pueden haberlo grabado. Deben apresurarse, por tanto.
Sin perder ni un minuto más, se dirigen al edificio territorial de la cadena en Nextstatelunya. Allí se reúnen con su jefe, que impactado como ellos, tras visionar la cina, llama al director de la cadena para que también le eche un vistazo. Éste no cabe en su asombro. No le queda duda alguna: Hay que cortar la programación, y emitir ya la declaración del President.

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