Una
fría mañana de un sábado cualquiera.
Despacho
del President de la Gene.
<<Toc,
toc…>>, se oye el
ligero golpear de unos nudillos en el marco de la puerta, abierta de par en
par:
—¿Se puede? —pregunta el
hombre adulto, más por educación que por otra cosa, pues dentro del despacho no
se ve a nadie.
—¡Y
tanto! ¡Pase, pase…! —responde el
mayor de las dos personas que emergen repentinamente del otro lado de la mesa
principal de la sala, provocando un tremendo susto al hombre que permanece a la
espera de la puerta.
—¡Pero
por lo que más quieran!, ¿qué hacen ahí escondidos?
—Diculpe,
señor President. Nosotros…
—No,
no… —le interrumpe el asustado, al tiempo que trata de recobrar la compostura—.
Perdonen, creo que me confunden. Ya sabía yo que iba a haber cachondeo con
esto. No es la primera vez que me pasa, ¿saben? Sí, ya sé que tengo un parecido
más que razonable, y tal —se justifica, ante la evidencia—, pero, de verdad, no
se confundan, yo sólo soy el del teléfono.
Los
otros dos no acaban de verlo claro, para ellos no cabe duda de que aquel señor
es el President, aunque hay que
reconocer que el mono de trabajo, azul y verde pistacho, que lleva puesto, está
muy logrado y es igualito al que visten los trabajadores de cierta compañía.
—Buen intento, señor President. Pero no cuela —se atreve a
intervenir por primera vez el más joven de los dos, en edad poco más que
adolescente.
—Sí
–interviene de nuevo el capataz–. Ja, ja, ja… Ya nos habían advertido de su
peculiar sentido del humor, y de las bromas que suele gastar a sus consejeros.
Como aquella vez que obligó a su portavoz a decir ante los medios que eso de
que tenía cuentas en paraísos fiscales era un ataque contra Nextstatelunya. Ja,
ja, ja… ¡aquello sí que fue bueno! La gente estuvo muchísimos meses riéndose.
—¡Pero
que les estoy diciendo que yo no soy el President!
—se sulfura el técnico del teléfono—. ¡Miren, miren si no me creen! —se acerca
a ellos, y les muestra el carnet de identidad que acaba de extraer de su
cartera.
El
más joven es quien lo coge.
—Pepe
Franco España —lee en voz alta, tras echarle un vistazo.
Su
jefe se descojona.
—Pues
va a ser verdad eso de que el President es un cachondo… ¡Perdón!
—rectifica de inmediato—, quería decir que va a ser verdad eso de que el Molt Honorable es un cachondo.
—¡Pero
qué cachondo, ni qué cachondo! —protesta Pepe Franco, a quien aquella situación
empieza a sacarle de quicio. Y es que aunque otras veces hubiera sufrido
malentendidos similares, lo de aquel par de cazurros ya era demasiado—. ¡Yo no
soy el President, y si estoy aquí es
única y exclusivamente para intentar reparar el teléfono! ¿Queda claro?
Con
aquel enojo en el semblante, Pepe Franco se dirige al teléfono presidencial y
lo descuelga, confirmando que efectivamente no da línea.
—Y
a todo esto, ¿quiénes son ustedes? —aprovecha para preguntar a los otros dos,
que van vestidos totalmente de blanco.
—Nosotros somos los del parqué —le responde el operario que ha estado hablando
casi todo el rato, el de más edad, de pelo cano en su mayor parte—. A nosotros también
nos han llamado de urgencia para que vengamos a arreglar esa madera del suelo
que parece un poco suelta, como bien sabrá usted, señor President.
—¿Pero
quiere hacer el favor de no llamarme así? —vuelve a pedirle el del teléfono—. En
serio, pero si yo ni siquiera soy el presidente de mi escalera.
Mientras explica esto a Juan, que así es como se llama el operario mayor, el
otro, el joven, al que todos en la empresa apodan ‘el niño’, que lleva el pelo
largo y negro recogido en una coleta en el cogote, y una especie de perilla de
chulito de Miami con la que apenas si consigue disimular la palidez juerguista
de su rostro, empieza a escrutar a Pepe Franco.
–¿Se
puede saber qué estás haciendo? –le pide éste.
–¿Dónde
lleva la cámara oculta, señor President?
No se nota nada –le pregunta ‘el niño’, sin dejar de observando tan de cerca
que parece como si le estuviera olisqueando el mono de trabajo–. El otro día vi
un programa en el que un multimillonario se hacía pasar por un trabajador de
los menos cualificados de la empresa, y…
—¡Ya
me tenéis harto con el temita! —se cabrea de verdad el del teléfono—. Os estoy
diciendo que no soy el President,
¿entendido? Sé que tengo un cierto parecido, y no es la primera vez que me pasa
algo por el estilo, pero repito, ¡yo no soy el President! —remarca por enésima vez—. Así
que tengamos la fiesta en paz, y vamos al trabajo. No sé ustedes, pero a mi no
me apetece pasar todo el sábado aquí. Tengo familia, ¿saben?
—Claro
que lo sabemos, señor President —confirma Juan—. La primera dama y sus
hijos, que estudian en el colegio alemán trilingüe, aparecen muy a menudo en
las revistas.
—¡Y
dale! —clama al cielo el bueno de Pepe—. ¿Pero hay alguna bendita cosa que
pueda hacer para convenceros de que no soy el President?
–Pues
la cosa está complicada –continúa Juan–, porque tal vez usted no sea usted,
pero la verdad es que es usted clavadito a usted… bueno, ya me entiende.
–No,
no le entiendo. ¡Y no creo que haya ser humano, en su sano juicio, capaz de
hacerlo! –Pepe Franco se aparta el mono de trabajo para mostrar el lunar que
tiene en el cuello–. ¿Ve este lunar? ¿Lo ve? ¡Pues el President no lo tiene! Y no sólo eso –prosigue–, yo soy un poquito
más gordo y un poquito más bajo, y si se me permite la licencia diría que
incluso un poquito más guapo.
–La
verdad es usted más guapo al natural que en la tele.
–Escuche
–les interrumpe el aprendiz, impertinente como casi siempre–. Yo creo que usted
es el President y que nos está gastando una broma de
muy mal gusto. ¡Díganos de una vez dónde lleva la cámara oculta!
–¿Pero
de qué hablas?
–Venga,
va… –le recrimina ‘el coletas’–. Póngase en nuestro lugar. Luego seguro que
quedamos como unos tontos en algún programa de TeVen3, mientras usted queda
como el President cachondo y simpatiquísimo,
¿verdad? Y entonces qué, ¿eh? Entonces todo el mundo se burlara de nosotros,
que si los tontitos a los que el President gastó la broma más graciosa del año,
que si los frikis, y
cosas por el estilo…
Pepe Franco bufa desesperado.
–Por
última vez, ¿hay alguna bendita forma de demostrar que yo no soy el President, y zanjamos el tema
de una vez?
–Pues
va a ser que sí –le suelta el coletillas–, se me ha ocurrido algo.
Pepe
Franco no cabe en su asombro. A ver ahora con qué le salía.
–Lo
primero que tiene que hacer es desnudarse –continúa el joven–, no sea que tenga
una cámara, o un micro de esos, enganchado en el cuerpo.
–¿Y
qué más? –responde negativamente el del teléfono.
–Ah,
¿ves, ves? –El aprendiz da un nuevo codazo a su compañero para llamar su
atención–. ¿Qué te había dicho? Lleva una cámara.
–Está
bien –Pepe quiere acabar con aquella absurda situación de raíz, y se baja la
cremallera del mono de trabajo.
–Del
todo –le inquiere el joven.
Pepe
intenta fulminarlo con la mirada, pero, ya que está puesto, se baja el mono
hasta los tobillos y luego alza las manos demostrando que no tiene nada que
esconder.
Mientras,
el aprendiz se le acerca y empieza a escrutarlo de arriba abajo; por delante,
por detrás, bajo el sobaco, y hasta echa un vistazo por si esconde algo entre los
calzoncillos.
–¿Sabe
que usamos la misma marca? Ve, hoy ya se ha ganado un nuevo votante.
–Pues
que bien –se resigna Pepe–, yo ni siquiera le voto a él…
Pepe
hace el ademán de subirse el mono, cuando el joven vuelve a interrumpirle:
–No,
aún hay otra cosa.
–¡De
verdad hijo qué lo tuyo es de psiquiátrico! –alza la voz Pepe, completamente desquiciado.
–No,
no, no… ahora no me venga con el recurso fácil de mi salud mental –le replica
‘el coletas’–. Con esto sólo ha quedado demostrado que no lleva ninguna cámara
encima, ¿pero y si las tiene escondidas entre esos libros tan gordos de ahí –los
señala–, o tras esos cuadros, o dentro de las luces o donde sea?
–¿Pero
qué disparate es éste? —protesta Pepe Franco, que se detiene a tomar aire para
no estallar en improperios–. ¿Qué quieres ahora?
–Que
salga al balcón, y diga algo.
—¡Eso
ni de coña, hombre!
—¿Ves?
—vuelve a decirle el coletillas a su capataz—, seguro que la cámara oculta por
aquí en algún sitio. Él sabe que la imágenes de aquí dentro se las pueden cortar
luego en el estudio, por eso no ha tenido reparos en hacer lo que le he dicho —reflexiona—.
Pero lo de salir al balcón ya es otro tema, ¿verdad? Podrían verlo muchos
ciudadanos.
—¡Hágalo,
hombre! No sabe usted lo pesado que se puede llegar a poner —trata de animar el
capataz a Pepe Franco—. Tampoco es para tanto, sale un momento, dice algo, y
vuelve a entrar. Punto.
—¡Está
bien! —–accede Pepe Franco, dispuesto ya a cualquier cosa con tal de zanjar la
cuestión—. ¡Saldré al balcón de las narices, pero luego no quiero volver a oír
ni un solo comentario más acerca del President!
¿Entendido?
El
capataz y ‘el coletas’ están totalmente de acuerdo, así que Pepe Franco se
dirige caminando al balcón como un pingüino porque lleva el mono hecho un bulto
alrededor de los tobillos, abre la puerta del balcón, y sale afuera.
El
aire, bastante frío a esas horas, le golpea repentinamente en todo el cuerpo,
pero aún así sigue adelante erguido como un pavo real.
—¿Qué,
satisfechos ya?
—¡Pero
diga algo! —se queja el joven.
—Me
cago en tu puta madre es lo único que se me ocurre.
—¡Oiga,
sin faltar!
Pepe
Franco se contonea contrariado, pero, en fin, ya que ha llegado hasta ahí más
vale decir algo y acabar de una vez.
—Está bien —se resigna, alargando la frase como si fuera un niño pequeño que al
final accede a recoger sus juguetes ante la insistencia de los padres—. Yo…
—¡Más
alto, coño! —le interrumpe de nuevo el coletillas—. ¡Qué no se oye!
—Ciudadanos
de Nextstatelunya… —vuelve de nuevo a la carga, esta vez a un volumen
considerable—. Yo, el President de la Generalitat, declaro,
aquí y ahora, por la gloria de mi padre, la oinkdependènsia de
Nextstatelunya.
‘El coletillas’ se asoma de inmediato al balcón para echar un vistazo y
comprobar la reacción de la gente en la plaza, pero lo cierto es que no hay
casi nadie, y los pocos que hay no han prestado ni la más mínima atención al
supuesto President.
–Ostras,
esto de ser President ya no es lo que
era… –le comenta ‘el coletillas’, que se retira hacia el interior–. Anda, vamos
a terminar el parqué –le dice a su compañero, con el mismo aire afligido.
–Yo
ya lo había advertido –recalca el del teléfono, mientras acaba de colocarse el
mono de trabajo.
Pero
los otros dos ya no le prestan atención, mientras se dedican a arrancar la tira
defectuosa del centenario parqué. Un trabajo duro, tendrán que encolar la nueva
con aquel apestoso producto industrial para volverla a colocar correctamente en
su lugar. Si no basta con eso, tendrán que utilizar la máquina de clavos.
Pepe
Franco, por su parte, se pone a comprobar los cables de la línea telefónica, la
clavija, el auricular, y todo lo demás, pensando que si se da prisa, tal vez,
aún pueda pasar a recoger a su hijo cuando termine el partido que está jugando
con el equipo del colegio.
Los
tres ignoran lo fundamental: En la plaza, un equipo de una televisión nacional,
compuesto por una atractiva entrevistadora rubia y un cámara, se encontraba en
ese momento grabando una serie de entrevistas a los viandantes para la
producción de un programa sobre turismo que se tenía planeado emitir en breve.
Y quiso la casualidad que, justo cuando estaban hablando con unos peculiares japoneses,
ataviados ellos con vistosos sombreros mexicanos, el cámara se percatara de la
inusual presencia del President en el
balcón del Palacio de la Gene, por lo que hábilmente dirigió el objetivo hacia
allí para desconcierto de la entrevistadora, que con cierta dignidad intentó
seguir aguantando el tipo frente a todos aquellos asiáticos que hablaban a la
vez y repetían muchas veces la palabra “paella”.
—¿Se
puede saber qué has estado grabando? —le reprocha la guapa reportera, cuando los
japoneses han escampado.
—¿No
lo has visto, entonces? —se sorprende su compañerp—. Te acabas de perder la
noticia del año, ¡quién sabe si del siglo! ¡El President acaba de declarar la oinkdependènsia
unilateral de Nextstatelunya!
—¿Pero
te has vuelto loco? —la chica se lleva el dedo a la sien, haciendo el conocido
gesto—. ¡Pero si este fin de semana el President
está en Nuria con su esposa! Es una cosa qué sabe todo el mundo, incluso el
portavoz del Govern.
El
chico deja en el suelo la cámara que ha llevado apoyada sobre el hombro.
–De
eso nada –insiste a la incrédula rubia–. Debe formar parte de algún tipo de estrategia
o maniobra de distracción. ¿Si no, esto qué es?
El cámara pone la grabación en la
que se ve claramente como el President,
medio en bolas, sale al balcón, medio en bolas, se da un par de paseos arriba y
abajo, y pronuncia la frase:
<<Ciudadanos
de Nexstatelunya. Yo, el President de
la Generalitat, declaro, aquí y ahora, por la gloria de mi padre, la oinkdependènsia unilateral de
Nextstatelunya.>>
La
reportera, alucina:
—¡Por una vez tienes razón! —grita
eufórica—. ¡Nos vamos a hacer de oro con esto! ¡Envíalo rápido a la redacción,
no sea que alguien más lo haya grabado!
Desconfiados,
miran a un lado y a otro, pero no perciben la presencia de más cámaras. Lo que
sí hay son varios turistas que pueden haberlo grabado. Deben apresurarse, por
tanto.
Sin
perder ni un minuto más, se dirigen al edificio territorial de la cadena en
Nextstatelunya. Allí se reúnen con su jefe, que impactado como ellos, tras visionar
la cina, llama al director de la cadena para que también le eche un vistazo.
Éste no cabe en su asombro. No le queda duda alguna: Hay que cortar la
programación, y emitir ya la declaración del President.
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