Rápidamente
la noticia se expande por el país, y en cuestión de horas no queda cadena de
televisión que no haya interrumpido su programación habitual para hacerse eco
de la noticia, emitir algún programa especial, u organizar debates en los que
los tertulianos acababan poco menos que tirándose los trastos a la cabeza; como
tampoco queda ya radio o medio digital, a esa hora, que no haya informado sobre
la declaración unilateral de oinkdependènsia.
PALACIO DE LA MONCLOA.
Dos horas después de
la declaración.
–¡Pero
señor Rajao, alguna cosa tendremos que hacer! –insiste el jefe del ejército–. ¡Este
ataque a la soberanía nacional es inadmisible!
El presidente tiene dudas de quién
es aquel señor que tiene enfrente, pero por la vestimenta y todas aquellas chaspas,
medallas y alfileres que lleva colgados en la pechera, no puede tratarse de
otro que de Michael Jackson, aunque mantiene ciertas reservas porque le parece
demasiado moreno.
–¿Y
el Rey, qué dice? –El presidente se ha colapsado con todos aquellos tecnicismos
con los que le ha estado bombardeando Michael el militar, y unas visibles gotas
de sudor han empezado a brotarle de las sienes–. Por supuesto, me refiero al
Rey de Escaña –se apresura a dejar claro–, no me voy a referir al Rey del Pop
que debe ser seguramente usted mismo.
El
militar no entiende nada, pero es consciente de que habla con un político y que
a los políticos no se les entiende sino que se les da comisiones.
–El
Rey está ilocalizable en estos momentos, a pesar de que toda la prensa ha
publicado ya las fotos del hotel en el que se va a alojar entre las cacerías, en
un país africano que aunque supiera pronunciar no podría informar por motivos
de seguridad –responde serio el militar, sin perder la compostura–. Como de
costumbre, ha apagado el móvil para que no le molesten.
–Hombre,
es que según el politono que tenga instalado
puede asustar a los elefantes. Mire, mire usted el que me he puesto yo… –El presidente
rebusca en uno de los bolsillos de su pantalón, pero no está allí; busca
entonces en la chaqueta. Lo encuentra, teclea unas cuantas cosas, y en pocos
segundos empieza a sonar lo siguiente:
>>Ding, dong… ¿Quién es?, contestan del
otro lado. Testigo de Jeová, responde el que llama. Adelante, pase. El hombre
entra, y cuando se encuentran dentro el otro le pregunta: ¿Y ahora qué? Yo qué
sé, responde el testigo: nunca me habían dejado entrar.
El
militar se parte de risa.
–Señor
presidente, hay que reconocer que es bueno. ¡Me lo tiene que pasar!
–¡Sí
hombre, qué te lo has creído! –replica el presidente–. ¡Para qué los de la SGAE
se enteren de qué es pirata!
–Uf,
tiene usted razón… Ése sí sería un tema de difícil solución, y no lo de
Nextstatelunya.
–Bueno,
dejémonos de tanta cháchara –cambia repentinamente de tema el President, tras
volverse a guardar el móvil en la chaqueta–. Y explíqueme de una vez qué es lo
que propone.
–¡Intervención
ipso facto! –señala el militar, dejando caer su puño izquierdo con fuerza sobre
la palma de su mano derecha—. ¡Zas, en toa la boca!
–¿Y
eso no podría empeorar las cosas?
–¡Qué
va hombre, qué va…! Estamos hablando de enviar un cuerpo de élite, no de
iniciar una guerra. Una simple operación preventiva –explica el militar–. Ya
sabe usted que esa gente siempre dice en sus medios que quieren negociar, pero
luego sólo quieren imponer. Por eso es mejor introducir en el edificio a un
grupo de nuestros mejores negociadores, y así ya no podrán decir que somos
nosotros los que no estamos dispuestos a negociar.
–¿Y
en quién ha pensado, en el Cuerpo de Operaciones Especiales, el CNI, la Legión…?
–Bah….
–le quita importancia el militar, como si todo aquello fueran nimiedades–. Estamos
hablando de inspectores de Hacienda.
–¡Pero,
por Dios! –se escandaliza el presidente, encogiéndose de piernas sobre la silla–.
¿No me acaba de decir que no íbamos a recurrir a la violencia?
Aquella
conversación se alarga unos cuantos minutos más, que el jefe del ejército
emplea en explicar los pormenores, antes de que lance la orden definitiva y un
avión Hércules despegue de la base de Zaragoza con destino a Barçalona.
La
travesía no es demasiado larga. Cuando el avión sobrevuela la plaza San Jaume,
abre las compuertas y los inspectores de Hacienda se precipitan al vacío, con
fuerte viento de poniente. Tanto, que en vez de caer sobre el Palacio de la Gene
lo hacen sobre el Ayuntamiento de Barçalona. Allí les recibe el alcalde Frías,
que aprovecha el momento para regalarles unas invitaciones para el Mobile World
Congress, y aquello en sí resulta ser el comienzo de una bonita amistad.
VALLE DE NÚRIA.
Al mismo tiempo.
El
president Groucho Mas se pasea en
calzoncillos por la habitación, llevando un clavel rojo en la boca. Se acerca
al armario, se coge de arriba con las dos manos, e intenta subir encima elevándose
a pulso.
–Cariño
–le dice a su mujer–, prepárate que voy.
–Pero
amor, llevo veinte años preparada –le reprocha ella con fastidio, apartando el
diario que está leyendo de delante de su cara–. Me parece indecente que eso te
interese más que el artículo que publica hoy el Avui sobre la extinción de la
lengua, escrito por la Muriel.
–Pues
claro que me interesa, mujer. ¿Por qué te piensas que pagamos ese medio?
Con
ese tema seguían cuando se abre la puerta de golpe, y tras ella aparece el
asesor de máxima confianza del president,
que avergonzado por la ignominiosa visión vuelve a cerrar de inmediato.
–No
sea tímido, hombre –oye como le gritan desde dentro–. Si tenemos que esperar a
que suba ahí arriba, nos podemos tirar un mes. Pase, venga.
El
asesor vuelve a abrir la puerta, muy poco a poco esta vez, y pasa al interior
de la estancia casi de la misma forma.
–Disculpe
señor president. Debería haber
llamado antes, pero es que se trata de un asunto de extrema gravedad.
–No
es tan grave, tampoco pensaba lanzarme desde ahí –le tranquiliza el president, que con ánimo sereno regresa
en busca del albornoz que había dejado previamente sobre una de las sillas–. En
serio, ¿tanta vergüenza le ha dado?
–Es
que… –se atreve a balbucear el asesor–, es que últimamente le estoy viendo más
veces desnudo de lo que resulta saludable –comenta para empezar a introducir el
tema.
–¡Eso
lo negaré ante un juez si fuera necesario? –le desafía el president.
–No,
no me entiende… ¿De verdad que aún no se ha enterado de nada?
–¿Enterado,
de qué?
El
asesor se lleva las manos a la cabeza:
–Usted,
quiero decir alguien muy parecido a usted, acaba de declarar la oinkdependència de Nextstatelunya.
–¡Pero
eso es imposible –clama al cielo el president–,
si los empresarios alemanes se oponían!
–Pues
deben haber cambiado de opinión –le asegura el repeinado asesor–. Según un
amigo que tengo en Madrid, el presidente Rajao ha dado la orden de enviar a sus
mejores inspectores de Hacienda.
–¿Ves
como hemos hecho bien enviando a los niños solos a Suiza mientras nosotros veníamos
aquí? –dice el president a su
esposa–. Pero, disculpe… a ver, a ver si he le acabado de entender bien. ¿Quién
ha dicho que ha declarado la oinkdependènsia?
–Verá
–titubea el otro–, en realidad… eso es lo más curioso del asunto porque… porque
todo el mundo cree que ha sido usted mismo.
–¡Y
yo que pensaba que mi marido era el que desvariaba en el govern! –se oye murmurar a la primera dama, aún medio estirada en
la cama con el diario sobre las piernas.
–La
cosa no es ninguna broma –insiste el asesor, mientras extrae de su funda la
tableta que ha traído consigo–. Vean, si no.
El
asesor les pone la grabación, y tanto el president
como su esposa se quedan anonadados viendo al propio Groucho Mas salir al
balcón y pronunciar aquellas famosas palabras:
<<Ciudadanos
de Nextstatelunya. Yo, el president
de la Gene, declaro, aquí y ahora, por la gloria de mi padre, la oinkdependènsia unilateral de
Nextstatelunya.>>
–Oh, my god!
–¿Ves
cómo deberías haber leído el artículo –le recrimina su esposa–. Precisamente Muriel
recalca que una de las grandes amenazas sobre la lengua es el uso de
anglicismos.
–Bueno,
pues Oh, mein Gott! o como se diga en
nuestra lengua.
–¡Qué
blasfemia! ¡Esa no es nuestra lengua!
–Es
la lengua de las cuentas.
–¡Pues
que mein Gott nos ayude!
–Un
momento –se percata de algo el president–.
¿Ve ese lunar ahí, en el cuello del falso president?
¡Es una prueba inequívoca de que él no soy yo!
–Señor
president, yo ya sé que usted no es
él –deja claro el asesor.
–¿Usted?
¿Pero es que acaso alguien se ha creído que éramos nosotros de verdad? —se
escandaliza el president.
–Bueno,
ahora que lo dice… –reflexiona el joven–, antes, cuando he abierto la puerta, los
del matrimonio de la habitación de al lado, que regresaban del desayuno, se han
quedado mirando y ella ha preguntado a su marido si ese no era el president Groucho Mas.
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